Quienes maduramos intelectualmente fuera de Internet estamos acostumbrados al choque con lo tangible, a la crítica frontal, a la fricción inevitable de lo real. Los más jóvenes, en cambio, conciben la vida como un relato en el que todo se puede editar, bloquear o reiniciar. Y esa diferencia es, cada día, más irreconciliable.
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Uno de los problemas de las nuevas generaciones de escritores es que viven el mundo como una representación. No lo habitan en su crudeza, sino que lo perciben a través de pantallas que no muestran la realidad, sino imágenes distorsionadas de ella. Como escribió Guy Debord en La sociedad del espectáculo, «todo lo que una vez fue vivido directamente se ha alejado en una representación». Esa frase describe el destino de quienes crecieron con la mediación constante de Internet: ven el mundo como espectáculo, no como experiencia.
Podríamos así trazar un hilo hasta Arthur Schopenhauer y su El mundo como voluntad y representación (1818). Para Schopenhauer, el mundo que percibimos siempre es representación de una realidad, sostenida por la voluntad que subyace en todas las cosas. Hoy, sin embargo, esa voluntad ha desaparecido: nuestra sociedad ha adoptado la idea de la representación, pero no el motor que la anima. Vivimos en un teatro vacío, donde los protagonistas actúan sobre el escenario de la ilusión, y los escritores de esta generación se deslizan por la madriguera digital como Alicia en el País de las Maravillas, confundidos entre espejos y proyecciones, persiguiendo imágenes que no son más que sus propias creaciones ilusorias que se desvanecen antes de poder materializarlas. Schopenhauer, paradójicamente, sería hoy un «ganador» inadvertido: su concepto de representación se ha arraigado, pero su fuerza central —la voluntad activa que da sentido y dirección— ha quedado fuera de la ecuación. Solo opera el espectáculo, y con ello una experiencia vital cada vez más superficial.
Así, el escritor formado en ese entorno carece de la personalidad necesaria para enfrentarse a la realidad, porque sus vínculos con ella siempre han estado filtrados. Antes, por ejemplo, la crítica literaria era un espacio tan enriquecedor como canalla: una mesa redonda en la que lectores y colegas expresaban sin concesiones lo que pensaban de una obra. No había filtros, ni redes de seguridad que protegieran del disenso, ni burbujas de afinidad. Hoy, en cambio, cualquier crítica se percibe como ataque personal. Y aquí la reflexión de Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio resulta esclarecedora: «La sociedad positiva evita toda negatividad. La elimina declarando la crítica como destructiva». El resultado es una literatura que carece de densidad porque el autor no se atreve a enfrentarse al golpe de lo real.
Pero este problema trasciende la literatura. Afecta a todos los ámbitos de la vida: la política, la amistad, el trabajo, la convivencia cotidiana. Allí donde antes había roce, fricción, confrontación directa, hoy las interacciones aparecen moldeadas por la lógica de las redes sociales. Jean Baudrillard lo describió de la siguiente manera en un ensayo titulado Cultura y Simulacro: «La simulación amenaza la diferencia entre lo ‘real’ y lo ‘imaginario’». En otras palabras: lo virtual no solo se superpone a la realidad, sino que la sustituye en la percepción de quienes nunca han tenido otra experiencia vital.
De ahí surge la grieta generacional: quienes maduramos intelectualmente fuera de Internet estamos acostumbrados al choque con lo tangible, a la crítica frontal, a la fricción inevitable de lo real. Los más jóvenes, en cambio, conciben la vida como un relato en el que todo se puede editar, bloquear o reiniciar. Y esa diferencia es, cada día, más irreconciliable.
El riesgo es que la sociedad entera vaya naturalizando ese modo de existencia ficcionada. En La historia interminable, la Nada avanzaba devorando los territorios de Fantasía allí donde los humanos habían dejado de creer. Nuestra Nada contemporánea se parece mucho: cada vez que renunciamos a enfrentarnos con lo real, lo sustituimos por un simulacro. Pero a diferencia de la novela de Michael Ende, la realidad nunca puede desaparecer del todo. Y cuando regresa, lo hace con virulencia.
La lección es inapelable: la realidad siempre se impone. Hoy, mañana y en cualquier tiempo. No entiende de amistades algorítmicas ni de resiliencias. No negocia ni concede prórrogas. Simplemente ocurre, y cuando ocurre arrasa cualquier ficción que hayamos construido para protegernos.
El escritor, como cualquier ciudadano, se encuentra ante esta misma disyuntiva: vivir protegido en la ilusión digital o enfrentarse a la experiencia de la confrontación con lo real. Quizá esta sea la tarea pendiente: asumir que necesitamos críticas implacables, Pepitos Grillo que actúen como figuras irritantes del disenso, porque son ellas las que nos devuelven al mundo. Como recuerda Han, «sin resistencia, no hay forma». Y sin forma, lo que queda es solo simulacro.
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Gallego Rey