Por eso, lo que antes era distancia crítica, hoy es considerado negatividad. Lo que era pensamiento, ahora es obstáculo. En este contexto, todo llamamiento a una literatura transformadora o radical parece fuera de lugar. Pero no porque sea imposible, sino porque ya nadie está dispuesto a recibirla. La sociedad no la quiere, y el sistema la repele. La censura no viene, pues, de un Estado autoritario: la gestionan inteligencias perezosas.
En las circunstancias actuales no hay nada que esperar de la literatura. Nada, salvo su completa asimilación al régimen de consumo que impone la economía de la atención. La literatura es hoy contenido. Flujo. Producto de temporada. Ajustada a formatos, tendencias y algoritmos. Convertida en una falsificación de sí misma, habita el escaparate digital con la misma relevancia efímera que un meme, un post o una story. Su antigua «aura» ha sido reemplazada por la promesa de viralidad, y su función simbólica por una función estadística. Se mide, se etiqueta, se monitoriza. Y si no funciona, se reemplaza.
A esta situación responde la inercia editorial de los últimos años: una literatura buena para todos los públicos, buena para los algoritmos, buena para no molestar. Proliferan los libros-espejo, los libros-edredón, los libros-destino*. Narrativas terapéuticas donde nada duele, nada se trasgrede y donde todo puede sanarse en menos de 200 páginas. Una literatura sin conflicto con la realidad, sin fractura simbólica, sin otra finalidad que la de acompañar, calmar o reafirmar. La intemperie que durante toda su historia ha acompañado a la literatura ha sido sustituida por el confort.
Pero aún subsiste, aunque desplazada, una escritura que no negocia su lenguaje ni camufla su razón de ser para encajar en lo moderno. No es la marginalidad de antaño, domesticada por becas, certámenes literarios y planes de lectura, sino una escritura sin dueño, sin tribu y sin expectativas. Una escritura desajustada, que no cabe ni como disidencia rentable ni como rareza funcional.
Si recordamos, Kafka exploraba la alienación existencial. Virginia Woolf se sumergía en la conciencia del tiempo interior. García Márquez buscaba capturar la memoria colectiva y la magia de lo cotidiano. Hoy, sin embargo, la mayoría de los escritores no persiguen un compromiso con la experiencia humana, sino una audiencia. Su deseo es, con frecuencia, un deseo de algoritmo: figurar, posicionarse, monetizar. Son gestores de contenido que han heredado el lenguaje de las marcas: relevancia, visibilidad, comunidad. No escriben para resistir y dejar huella, sino para mantenerse dentro del ranking. Su escritura ya no nace de una necesidad interior, sino de una estrategia exterior.
Por eso, hoy, el gremio está compuesto en gran medida por publicistas de sí mismos, atentos al feed, al nicho, a la oportunidad. Gente que dice cosas que suenan bien a veces, que publican lo que sea necesario para no desaparecer del radar, que conocen los tiempos del marketing, pero no reconocen el alma de la literatura. Gente que, en definitiva, ha aprendido a habitar el simulacro, que no sabe que la literatura, en su concepción, era un territorio de exploración de lo humano, de interrogación y ruptura.
Para que esto vuelva a suceder, debería haber una sociedad que lo demande. Pero la sociedad actual no desea grietas. Desea soluciones, consejos y me gustas. Funciona sobre un principio de neutralización permanente de todo conflicto, y sobre un olvido sistemático de lo humano en sus zonas de sombra, de límite, de exceso. Y cuando no se ajusta a ese marco controlado, es ignorada o ridiculizada, como si no supiera hablar el lenguaje correcto que demanda esta época.
Por eso, lo que antes era distancia crítica, hoy es considerado negatividad. Lo que era pensamiento, ahora es obstáculo. En este contexto, todo llamamiento a una literatura transformadora o radical parece fuera de lugar. Pero no porque sea imposible, sino porque ya nadie está dispuesto a recibirla. La sociedad no la quiere, y el sistema la repele. La censura no viene, pues, de un Estado autoritario: la gestionan inteligencias perezosas.
Así que el divorcio entre escritura y experiencia, escritura y saber, escritura y sensibilidad ha llegado a un punto álgido. Cuando un autor quiere impostar profundidad, cita lo que escuchó en un pódcast de autoayuda o en un vídeo en YouTube. La filosofía se ha vuelto decorativa, y el pensamiento crítico se simula. El conocimiento ha sido reemplazado por una sucesión de frases aspiracionales, listas para ser compartidas.
Y todo esto se sostiene no solo por ignorancia, sino por un mecanismo más perverso: la disociación consciente. Muchos escritores saben que participan en una farsa, pero no les importa. Han aprendido a disociar lo que piensan de lo que hacen. Este comportamiento podría interpretarse a la luz de las ideas del filósofo coreano Byung-Chul Han, quien critica cómo, en la sociedad del rendimiento, el individuo se autoexplota bajo la ilusión de la libertad, convirtiendo la resistencia en una sumisión ilustrada. No es cobardía: es adaptación al sistema. El único acto de rebeldía que se permiten es quejarse en entrevistas o en redes sociales, mientras aspiran a firman contratos con las multinacionales contra las que declaran escribir.
El resultado: una pretendida literatura que habla de la nada y, cuando lo hace en clave de disidencia, ignora voluntariamente que vive del sistema. Una escritura que simula el conflicto, pero que ha perdido toda tensión real. Autores que proclaman rebeldía mientras alimentan las mismas estructuras que critican.
Lo que amamos de la literatura —quienes aún amamos la literatura—, lo que aún resiste, no cabe en esta maquinaria. No tiene sitio en los catálogos, ni en las mesas de novedades, ni en los rankings de ventas. No puede ser asimilado sin ser destruido. No tiene KPI, ni sinopsis atractiva, ni ganchos narrativos. No sirve para vender, ni para mejorar tu vida, ni para entretener. Lo que amamos en la literatura es lo que interrumpe, lo que estorba, lo que no encaja en el sistema.
Por eso, quizás haya llegado el momento de dejar de hablar de escritura y volver a hablar de literatura. O mejor aún: de gesto poético, de acto mitológico, de una forma de estar en el mundo que simplemente se sostiene, con dignidad, fuera del mercado. No en el margen como estrategia, sino en el exilio como única posibilidad de razón de ser.
Y eso es precisamente lo que la hace inasumible.
Y es lo que la hace necesaria.
*Los libros-espejo son los que devuelven al lector una imagen reconocible de sí mismo; los libros-edredón buscan reconfortar, envolver en una lectura cálida y complaciente; y los libros-destino parecen llegar en el momento justo para provocar algún tipo de revelación personal. Todos cumplen una función emocional o subjetiva, pero están lejos de la exigencia que debería definir a la literatura como forma de conocimiento universal, capaz de incomodar, de provocar fisuras en las certezas del lector, de obligarlo a pensar, a revisar sus ideas, argumentos y prejuicios.
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Gallego Rey


