El método del texto, no del autor: una crítica al falso debate entre brújulas y arquitectos
«Cuando empiezo a escribir una novela, no tengo un plan. La historia es como un animal que se mueve por sí solo. Yo solo intento seguirlo.»
(Entrevista para The Paris Review, “The Art of Fiction No. 182”, 2004) Haruki Murakami
Pocos debates en el mundo de la escritura están siendo tan reiterativos, artificiales y, en última instancia, estériles como el que enfrenta a los llamados escritores «brújula» contra los «arquitecto». Y como estos días, en la red social Thears, se ha levantado cierta polvareda entre tirios y troyanos, voy a ver si puedo aportar un poco de calma y sosiego explicando lo que entiendo como evidente al respecto.
Esta división, en apariencia útil para describir métodos de planificación del trabajo previo a la escritura de una obra literaria, se ha convertido en una simplificación vacía que más confunde que esclarece. En lugar de ayudar a los autores a encontrar su camino, los arrastra a una discusión binaria donde lo importante —el texto, la obra, el proyecto concreto— queda relegado a un segundo plano. En este artículo no solo intentaré desmontar la validez de esa clasificación como norma, sino que defenderé una idea más honesta y flexible: no existe un método del escritor, sino un método que exige cada obra.
La clasificación en sí no tiene un origen remoto ni una raíz teórica de calado. Se popularizó a partir de una entrevista a George R. R. Martin en los años 2000, en la que el autor de Juego de tronos usaba una metáfora para describir la diferencia entre escritores que planifican todo con antelación (los arquitectos) y aquellos que prefieren descubrir la historia sobre la marcha (los jardineros, luego llamados brújula). Lo que Martin describía no era más que su forma de trabajar, puesta en contraste con otros estilos que conocía. Sin embargo, el mercado editorial, los talleres literarios y, sobre todo, internet hicieron de esa metáfora una clasificación; de la clasificación, un dogma; y del dogma, una identidad que muchos escritores noveles abrazan con entusiasmo ingenuo —aunque preferiría decir rayano en la estupidez—.
No es casual que estas etiquetas se hayan disparado con el auge de las redes sociales, los cursos de escritura exprés y los influencers literarios. Clasificar es fácil, cómodo, vende. O lo pretende. No requiere matices ni reflexión. Basta con hacer un test de «¿qué tipo de escritor eres?» y adoptar el resultado con la seriedad de quien se cree su horóscopo del día: una estupidez entretenida convertida en dogma. Lo problemático no es que haya gente que encuentre útil saber que tiende más a planificar o a improvisar. Lo problemático es que esa clasificación se presente como una herramienta definitiva, como una decisión estética o incluso ideológica, cuando no lo es. Es una anécdota convertida en mito. Una soberana idiotez, que diría cualquiera de mi generación, si pudiéramos hacerlo sin temer la ira de las muy nobles y frágiles sensibilidades de hoy en día. Así que no lo diré.
La realidad es mucho más simple y, sobre todo, más interesante. Los grandes escritores no suelen encasillarse. No porque se consideren superiores, sino porque tienen la experiencia suficiente como para saber que cada texto exige su propio enfoque y proceso. No es lo mismo escribir una saga de fantasía interconectada que un cuento introspectivo de cuatro páginas. No se aborda igual una novela policiaca, que debe respetar la lógica interna del enigma, que una novela de flujo de conciencia*. Pretender aplicar un único «método de escritura» a todos los proyectos es como querer construir una catedral, una casa de campo y una caseta de perro con los mismos planos. El error no está en preferir una herramienta sobre otra, sino en creer que hay una herramienta universal, al estilo navaja suiza.
El escritor honesto no se pregunta si es brújula o arquitecto, sino qué requiere la historia que está por escribir. Hay obras que se resisten a ser planeadas y exigen exploración, tropiezos, caminos alternativos. Hay otras que colapsan si no se diseñan con precisión desde el inicio. Hay proyectos que comienzan desde el caos y, a mitad de camino, piden estructura. También los hay que nacen con una hoja de ruta clara y, sin embargo, se rebelan y necesitan ser reescritos desde otra perspectiva. Escribir no es aplicar un método, sino estar atento al movimiento del texto, a sus ritmos, a sus exigencias. El método nace de la exigencia de cada trabajo, no del autor.
«Cada libro tiene sus propias reglas. Hay que descubrirlas mientras escribes.»
(Declaración en múltiples entrevistas, entre ellas en el documental A Word After a Word After a Word is Power, 2019) Margaret Atwood
Varios escritores lo han expresado, aunque raras veces con tanta claridad como lo merecería el asunto. Margaret Atwood ha dicho que cada libro le exige una técnica diferente. Neil Gaiman ha confesado que muchas veces la historia le va diciendo cómo debe ser contada. David Mitchell cambia de método con cada novela, porque cambia el género, el tono, la estructura. Joyce Carol Oates ha despreciado la idea de escribir con plantilla. Y Haruki Murakami habla de correr detrás de la historia como si se tratara de una criatura viva. Como podéis comprobar, aunque sus métodos difieren, todos coinciden en lo fundamental: no escriben desde una etiqueta, sino desde una realidad dictada por la propia escritura.
La obsesión por etiquetarse como brújula o arquitecto revela —para mí— más inseguridad que convicción. Muchos autores noveles buscan una identidad porque aún no han desarrollado una relación madura con el acto de escribir. En vez de escucharse a sí mismos y a su obra, adoptan un método como si fuera una forma de pertenecer a una tribu. Y eso no solo empobrece su proceso creativo: también les genera frustración. Porque tarde o temprano la obra choca contra el molde, y el escritor se siente perdido. No porque esté fallando —que también—, sino porque está usando la herramienta equivocada para el trabajo en cuestión.
En lugar de preguntarse «¿qué tipo de escritor soy?» —que para mí es otra pregunta que, cuando se inicia en el oficio, no procede—, la pregunta más honesta sería: «¿qué me está pidiendo este texto?». Puede que pida estructura. Puede que pida libertad. Puede que pida ambas cosas en distintas fases. Puede incluso que no se deje escribir. Y está bien. Porque la escritura no es un método, sino una relación. Y como toda relación, está sujeta al cambio, al descubrimiento, a la contradicción. Y a que pase de ti y te mande a la mierda.
Brújula y arquitecto no son más que etiquetas. Clasificaciones útiles si se entienden como orientaciones, pero inútiles si se toman como dogmas. Quien de verdad escribe, lo sabe: el texto manda. Y a veces, ni siquiera él.
*Nota: ¿Qué es una novela de flujo de conciencia?
Es un tipo de narrativa que intenta reproducir el pensamiento del personaje tal como surge: sin orden lógico, saltando de una idea a otra, mezclando recuerdos, sensaciones, emociones y pensamientos. Es como si estuviéramos dentro de su cabeza, sin filtros. Autores como James Joyce o Virginia Woolf son conocidos por usar esta técnica.
© Gallego Rey
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