«La idea de que todo el mundo tiene una historia que contar ha destruido el concepto mismo de literatura.» — Susan Sontag
En los últimos años, ha emergido en el mundo editorial una curiosa corriente «separatista»: la de quienes no solo se autopublican, sino que exhiben esa condición como si fuera una seña de identidad o declaración de principios frente a lo que consideran una industria obsoleta, elitista e interesada. En lugar de entender la autopublicación como una vía entre otras posibles para tener acceso a los lectores, algunos autores han comenzado a convertirla en un estatus en sí mismo, una forma de validación moral.
Esta postura supone una desviación del propósito esencial de la escritura y la publicación: aportar algo a la cultura, contar una historia o defender una idea. En lugar de eso, lo que importa es el cómo, no el qué. No se trata tanto de haber escrito un libro como de haberlo hecho a su manera, sin editores, sin filtros, sin nadie que «corrija su talento». Se eleva de este modo la autopublicación a un acto de rebeldía, aunque muchas veces carezca del contenido que justificaría dicha rebelión.
El problema no es, por supuesto, la autopublicación en sí. Existe desde siempre. Dickens, Whitman, Proust, Borges… la lista de autores que iniciaron su camino publicándose a sí mismos es larga y prestigiosa. Lo que no existía entonces —y sí ahora— era una narrativa en la que esa elección se convirtiera en motivo de superioridad frente a quienes eligen o transitan otros caminos. Nadie negaría que Borges se autopublicó; pero tampoco nadie sensato sostiene que eso lo hacía automáticamente mejor escritor que los demás.
«No tiene talento y, además, se esfuerza.»
— Karl Kraus
Este fenómeno, en realidad, responde más a una lógica emocional que literaria. Frente al rechazo editorial, la indiferencia del mercado o la escasa repercusión de sus obras, algunos autores construyen una identidad a prueba de críticas: no necesito vender, no quiero un editor, yo publico para mí, y eso me convierte en alguien más libre —y, por tanto, más valioso— que quienes forman parte del «sistema».
Se trata de una defensa peligrosa. Porque sustituye el criterio literario por el afectivo. Porque, en lugar de revisar sus textos, su propuesta o su formación, el autor se atrinchera en una postura identitaria: yo soy autopublicado, y eso me hace especial.
Esa confusión convierte una circunstancia —la de autopublicarse— en una bandera. Y al hacerlo, se pierde de vista lo esencial: que un libro vale por lo que dice, no por el modo en que llegó a las manos del lector.
«No hay arte sin crítica, como no hay literatura sin lectores.»
— Italo Calvino
Así que, si uno decide autopublicarse, que lo haga. Pero que no convierta su decisión técnica en una ideología. Porque publicar un libro no es un acto de heroísmo: es solo el principio de algo que debería aspirar a literatura.
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Gallego Rey