¿Qué, buscas? ¿Querrías multiplicarte por diez, por cien? ¿Buscas seguidores?
Friedrich Nietzsche
¡Busca ceros!
El ser humano se diferencia del resto de las especies, sobre todo, por la capacidad de elevar su propia existencia a un estado de continuidad después de la muerte física del cuerpo.
Vivimos en un estado de aturdimiento provocado por las redes sociales (RRSS). La postmodernidad es el humo moderno ―perdón por la redundancia― con el que los apicultores rocían las colmenas para aturdir a las abejas y hacerlas dóciles e inofensivas para sus intereses. Los apicultores representan «la mano del poder que pretende dirigir a la humanidad»; las abejas, la ciudadanía; y el humo, las RRSS. Afortunadamente, no todo el mundo ha caído rendido ante el «pensamiento colmena», aunque cada día es más complicado abstraerse de esta realidad «zombificadora», que está modificando no solo la manera de relacionarnos, sino la de estructurar el modo en que no pensamos.
Cuando hablo de no pensar, me refiero ―con pretensión retórica― a la capacidad de aislarnos del ruido ―humo―, aligerando nuestro cerebro de los estímulos que nos empujan a actuar de modo contrario a nuestra espiritualidad.
El ser humano se diferencia del resto de las especies, sobre todo, por la capacidad de elevar su propia existencia a un estado de continuidad después de la muerte física del cuerpo. Y esto no es una cuestión baladí, pues es el hecho diferencial y decisivo que, en mi opinión, ha estructurado nuestros cerebros, ergo nuestra existencia, conectándonos con el hilo conductor del universo.
Si nuestra estructura de pensamiento fuera como la de cualquier otro animal, no tendríamos una visión de la vida distinta de la mera supervivencia diaria, sin preocuparnos más que de satisfacer los instintos básicos de comer, resguardarnos de los elementos y reproducirnos, bajo la ley o el «imperio del más fuerte». Pero todos sabemos que el ser humano ha ido siempre mucho más allá ―o tal vez provenga de más allá―, y desde sus orígenes, o al menos desde que tenemos conocimiento de ello, ha recreado en su cerebro, individual y colectivamente, una existencia que continúa una vez dejamos este valle de lágrimas.
A lo largo de la historia, se ha confundido ―deliberadamente y bajo la coacción del humo en la colmena― la intrínseca espiritualidad del ser humano con conceptos de religiosidad, abastecidos de mitologías varias cuyo fin ha sido castrar al individuo para someterlo al interés de unos pocos. Y siempre ha habido «apicultores» dispuestos a ejercer de mano ejecutora. Sin embargo, al igual que ha habido «apicultores», también han coexistido en cada generación hombres y mujeres de pensamiento libre, dispuestos a enfrentarse a la «verdad definida, prefabricada». Muchos incluso desde dentro de las estructuras religiosas, dudando del dogma, para colocar al ser humano como núcleo de su propia existencia, en detrimento de «Dios o dioses varios».
Hoy, una vez debilitadas las estructuras religiosas y convertidos los dogmas en burlas, el poder ha mutado, sabiendo que no puede permitir que el ser humano busque dentro de sí las respuestas a las preguntas que siempre nos hemos hecho, generación tras generación.
Pensar libremente es desatender sus altares, y si bien ya no hay en ellos iconos ni figuras que impongan obediencia a un ser todopoderoso, siguen siendo altares de culto a su poder. Y el poder, tal vez como la materia, ni se crea ni se destruye, sino que se transforma. La transformación moderna del poder, su modo de manifestarse, de actuar como diablo que nos hace creer en su no existencia, ha ocurrido mediante la metamorfosis.
Porque ahora el poder ya no puede valerse del miedo para imponerse; ese miedo a un castigo divino si no nos conducimos bajo la férrea disciplina del dogma. Dios no existe, o Dios ha muerto es ya una realidad que se asume. Dios le es inservible ya. Por eso, el poder se ha metamorfoseado de divino a confusión: dejemos que el hombre piense libremente mientras no piense. Y para eso, tuvieron que construir una inmensa colmena, mayor que cualquiera de las anteriores, que sustituyera a los viejos templos; un lugar común donde tener recogido al hombre moderno, acaso creyente en su libre albedrío, pero temeroso de salirse de los márgenes de un territorio que marca los límites de su insignificancia. De un modo u otro, el hombre del siglo XXI vive atrapado dentro de esta monumental colmena que es Internet, cuyos carceleros son las RRSS, que actúan como humo narcotizante, una adicción que nos engancha a los nuevos altares.
Tal vez lo que los seres humanos necesitamos aprender es que, si uno no se sujeta bien al suelo, puede ocurrir que al luchar para matar a un monstruo termine convirtiéndose en otro monstruo. El suelo del ser humano es su propia existencia. El nuevo monstruo es la negación de sí mismo.
©Gallego Rey
Este texto fue publicado por primera vez el 5 de abril de 2022 en mi antigua página web. La serie Caballos de Troya está dedicada a textos donde reflexiono sobre el devenir de la sociedad occidental. Aquí los iré reproduciendo y aumentando sin seguir el orden de publicación original.