Nadie lo veía cuando estaba allí sentado, en su banco preferido de un jardín sin sombras; de esos metálicos y llenos de figuras de hormigón que alguien del Ayuntamiento, para hacer gasto y llevárselo, había decidido que eran la mejor solución para que el aburrimiento de los viejos y las palomas se diesen abrazos con miguitas de pan de por medio.
El cuento no tiene moraleja ni más historia que la triste realidad de ver a un anciano aparcado en su memoria; sin expectativas, sin niños a su lado para compartir sus recuerdos y todo lo aprendido en una vida llena de sacrificios para que otros no tuvieran que sacrificarse ni tanto ni mitad.
Un anciano varado en el muelle donde hijos y nietos dejan a los estorbos para que no estorben, con una nota para la recepcionista donde se indica que no le falte pan para echar a las palomas y —por favor, esto sí es importante— que no se olvide de tomar las ciento una pastillas diarias para resistir los males que le atormentan el cuerpo.
Del alma y su sufrimiento no dice nada la nota, ni se prescribe tratamiento alguno.
Fulano de Tal se llama. «Cuidarlo con cariño, por favor», de su familia que lo quiere sin tiempo para quererlo.
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Gallego Rey