No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo.
Oscar Wilde (1854-1900) Dramaturgo y novelista irlandés.
Desde la irrupción de internet, todos tenemos algo que decir y, por supuesto, lo decimos. Lo escribimos y lo publicamos. Y, si se tercia, y hemos recibido el número de «me gusta» necesarios para ponernos el mundo por montera, lo colocamos a la venta, en Amazon o donde sea. Nos ha entrado un frenesí por decir/escribir/mostrar/publicar que no se había visto antes. Ayuda que se lea poco. Y mal. Hay que reconocerlo. Porque tan enfrascados estamos en decir/escribir/mostrar/publicar lo nuestro —a veces con una persistencia que parece que nos va la vida en ello— que tiempo para escuchar/leer/ver nos queda poco. Pero eso da igual, porque ahora la moda está en eso, sin importar que luego lo dicho/escrito/mostrado/publicado pase inadvertido.
Con este panorama, es normal que terminemos por no enterarnos de nada y que todo lo que nos llegue sea ruido. Tanta gente vociferando/garabateando a la vez imposibilita la correcta recepción y comprensión de los mensajes, y hace que se pierdan, entre el griterío, aquellas voces que merecen la pena.
Decía Hermann Hesse, ya que esto va de decir, que «los libros sólo tienen valor cuando conducen a la vida y le son útiles». Hesse se horrorizaría si viviese hoy, tal vez porque, entre la turbamulta de los que dicen/escriben/muestran/publican, a él no se le haría mucho caso. Hoy, si no eres capaz de expresarte en un tuit, acaso en un post de Instagram o Facebook —fotografía y adornos visuales mediante—, no existes. Y todo esto teniendo en cuenta que emisores y receptores suelen ser los mismos.
Internet nos ha facilitado tanto la posibilidad de decir/escribir/mostrar/publicar, que incluso aquellos que de natural eran reservados —y maldita las ganas que tenían de hacerlo— se han vuelto parlanchines y exhibicionistas, envueltos en esta multitudinaria conversación de besugos. Pero, como todo es tan digital, tan lumínico y sonoro, fugaz y de escasa profundidad intelectual, las reglas de Oscar Wilde ya no sirven.
Y lo bueno, si breve, dos veces bueno.
©Gallego Rey