En esto hay una hipocresía evidente, reconozcámoslo. Porque, si de verdad se cree en el valor de la literatura como forma de expresión, ¿no debería ser irrelevante si una obra ha logrado ser popular o no?
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Es curioso observar cómo, en ciertos círculos literarios, se eleva a la categoría de referente a autores que, en vida, no conocieron el éxito ni el reconocimiento. Ejemplos como el de John Kennedy Toole, cuya obra La conjura de los necios solo vio la luz después de su muerte, se mencionan con reverencia, presentándolo como un genio incomprendido, víctima de una industria que no supo reconocer su talento.
Sin embargo, muchos de estos mismos admiradores, algunos de los cuales se presentan como escritores, incurren en una contradicción evidente. Mientras glorifican su figura, y la de tantos otros que sufrieron el rechazo y la indiferencia en vida, desprecian a cualquier autor contemporáneo que no haya alcanzado cierta fama o éxito comercial. Es un doble discurso que revela falta de coherencia en su postura ante la literatura.
Resulta llamativo, además, ensalzar la genialidad de autores marginales del pasado, pero no estar dispuestos a extender ese mismo reconocimiento a los creadores actuales que aún no han sido abrazados por el gran público. Para esta hornada de «reconjura de los necios», solo los nombres consagrados merecen respeto. Así, la obra que no alcanza notoriedad se considera, casi por defecto, de menor calidad, convirtiendo el éxito en una especie de sello de legitimidad para que algo valga la pena. Y cuando se menciona la necesidad de apoyar voces nuevas o desconocidas, el interés se diluye rápidamente, como si lo que importara no fuera la obra en sí, sino la validación externa que ha recibido.
En esto hay una hipocresía evidente, reconozcámoslo. Porque, si de verdad se cree en el valor de la literatura como forma de expresión, ¿no debería ser irrelevante si una obra ha logrado ser popular o no? ¿No es justamente esa noción la que impulsa el reconocimiento póstumo de autores como Toole? Sin embargo, la realidad parece demostrar lo contrario: lo que se celebra no es la calidad intrínseca de una obra, sino su aceptación social. Cuando no existe el aval de la fama, el desinterés predomina.
Es posible que este comportamiento responda al deseo de formar parte de una corriente, de estar «alineados» con lo que se percibe como «buen gusto» o «cultura». Y en esa «conjunción», se pierde de vista lo esencial para recrearse en lo superfluo, prefiriendo citar a los mismos nombres que todo el mundo conoce, en lugar de asumir el riesgo de explorar lo desconocido. A fin de cuentas, citar a Toole, a Kafka o a Emily Dickinson es seguro. Nadie cuestionará ese juicio. Pero apoyar a un autor actual, de poca fama, es exponerse a que se ponga en duda el criterio propio.
Finalmente, la contradicción entre la admiración por los autores mal comprendidos del pasado y el desprecio hacia los contemporáneos menos conocidos pone en evidencia que, para muchos, el éxito literario no se mide tanto por el valor de las ideas o la calidad de la prosa, sino por la validación externa. Y mientras eso no cambie, seguirán siendo los autores muertos los que reciban los elogios, mientras que los vivos deberán conformarse con esperar, en silencio, a que llegue su turno. Si es que llega.
©Gallego Rey