No protesté. Ni siquiera hice un gesto que delatara mi rabia. Como abogado de turno de oficio, me tenían cogido por las pelotas. Firmé de conformidad.
Los llevaron a la comisaría de los muertos. A mí me llamaron pasadas las cinco de la tarde, cuando ya hacía frío y había que abrigarse para salir a la calle. Me informaron deprisa y mal: una patrulla de paisano los había interceptado en una de las calles que desembocan en la Plaza Nueva, y los detuvieron por ir haciendo el bobo, chillando y quebrantando la paz pública. No quise preguntar nada. Supuse lo que cualquiera habría supuesto ante una llamada así: que les había caído el gordo por ser unos adolescentes con ganas de pasárselo bien. Quizás sí, de forma descontrolada. Quizás haciendo más jaleo del necesario. Con sus patinetes. O por puro pavoneo. A esas edades, todos fuimos fieras con la testosterona marcando máximos.
Cuando llegué a la comisaría, lo de siempre: me enviaron directamente a los bajos, a la sala que los agentes llamaban el cementerio, jocosamente. Eran tres. No tendrían más de quince años. Me pasaron sus números de filiación, el atestado policial y el informe forense. Los tres, como venía ocurriendo desde hacía un tiempo en aquellas dependencias, habían dejado de molestar para siempre por causas naturales.
No protesté. Ni siquiera hice un gesto que delatara mi rabia. Como abogado de turno de oficio, me tenían cogido por las pelotas. Firmé de conformidad.
—Tres gamberros menos dando guerra —dijo el comisario de guardia, con tono socarrón.
Lo miré y le dediqué una media sonrisa. Quise que pareciera de complicidad. Por si las moscas.
Desde que se votó aquel referéndum entre libertad o seguridad —ganando por goleada lo segundo—, se vivía más seguro. A fe que sí. Aunque, si seguimos a este ritmo de muertes naturales, no quedará mucha gente para contarlo.
© Gallego Rey