Había tres perros colgados de una viga, boca abajo, como si fuesen murciélagos, observándome… Voy. Ahora sí, ya tengo la historia… No. La bruma. El olvido. Adiós, muy buenas…
Me levanto otra vez y echo a caminar, hastiado. No puedo escribir ni una línea que valga la pena. Llevo así tanto tiempo, con este juego del gato y el ratón, que creo que me he acomodado a este sinsentido. Y eso que a veces consigo vencer durante unos segundos a la bruma que me envuelve cuando intento escribir, y arranco con brío alguna historia de las que produzco mientras camino y que me parecen geniales. Pero siempre es tan corto el tiempo de lucidez cuando esto ocurre, que apenas reúno primeros párrafos de algo que merezca la pena ser leído. Sin embargo, cuando camino, las historias brotan una detrás de otra; con sus excelentes tramas y personajes bien traídos. Cuando camino, mi cerebro se porta; es el de un excelente fabulador y creador de historias. Pero cuando me paro a escribir lo que había desarrollado caminando, se ausenta. No es que me cueste ordenar los recuerdos y darle forma escrita a lo que había imaginado cuasi febrilmente mientras caminaba; es que mi cerebro se va de mí. Y cuando me levanto de nuevo, casi siempre frustrado y con ganas de abrirme el cráneo para ver si en verdad no hay nada dentro, o si mi cerebro se está riendo de mí, la rueda vuelve a girar y me impulsa a caminar de nuevo, aunque sea en círculos dentro de mi habitación, escribiendo para nadie en un lenguaje de olvido, que me entretiene mientras me dura el trance y no regreso al asiento a dar fe de mi genialidad…
Había tres perros colgados de una viga, boca abajo, como si fuesen murciélagos, observándome… Voy. Ahora sí, ya tengo la historia… No. La bruma. El olvido. Adiós, muy buenas…
Camino de nuevo… Había tres perros colgados de una viga, boca abajo, como si fuesen murciélagos, observándome… No, espera, ya lo tengo: los tres perros que parecían murciélagos y que estaban colgados de una viga, observándome, alzaron el vuelo, uno detrás del otro, en un intervalo de tiempo medido…
Los tres perros… ¡Hijos de perra! ¿A quién le puede importar que, mientras camino, tres perros que parecían murciélagos y que estaban colgados de una viga observándome alzaran el vuelo, uno detrás del otro, en un intervalo de tiempo medido, y que a mí se me olvide el resto de la historia cuando corro a sentarme a escribirla?
Me levanto otra vez y echo a caminar, hastiado. Los tres perros que parecían murciélagos fueron a posarse, uno detrás de otro, sobre la cúpula medio derruida de un panteón, ante cuya puerta los restos de la estatua de un ángel hacen guardia. Los restos de la estatua de un ángel que también parece que me observa…
La bruma. Adiós, muy buenas.
Ya no sé si soy el gato o el ratón.
© Gallego Rey