El libro como Tótem. O la superficialidad del lector moderno
El libro, entendido como un acceso a un conocimiento superior que mejoraba nuestra conciencia y entendimiento del mundo, ha perdido su valor. En la era de la sobreabundancia digital, se ha convertido en otro bien más, al mismo nivel de cualquier contenido disponible en exceso y de fácil acceso.
Tengo 52 años y pertenezco a una generación que se desarrolló antes de la irrupción de Internet. Recuerdo perfectamente el esfuerzo que suponía conseguir buenas lecturas. Los libros no eran gratuitos; no había versiones «piratas», y las únicas formas de leer sin pagar eran a través de las bibliotecas o el préstamo de un amigo. La lectura tenía un costo, tanto económico como de tiempo y esfuerzo. El placer de leer implicaba un sacrificio, y tal esfuerzo otorgaba a los libros un aura de valor cultural y social.
Hoy, sin embargo, la situación ha cambiado drásticamente. Vivimos en una época en la que tenemos acceso a miles de títulos de forma gratuita. En principio, esto debería ser motivo de celebración. Nunca antes en la historia tantas personas habían tenido la oportunidad de acceder a la literatura, pero, paradójicamente, esta abundancia ha llevado a la banalización del libro y de la lectura. Lo que antes era un objeto preciado, casi sagrado, hoy es considerado común, casi irrelevante.
El libro, entendido como un acceso a un conocimiento superior que mejoraba nuestra conciencia y entendimiento del mundo, ha perdido su valor. En la era de la sobreabundancia digital, se ha convertido en otro bien más, al mismo nivel de cualquier contenido disponible en exceso y de fácil acceso. La lectura, en consecuencia, ha perdido también su estatus social. Leer ya no otorga esa distinción de «persona culta» que antes era tan apreciada. Hoy, ser un lector asiduo no es visto como una característica única o destacada, sino como algo más del montón.
Es aquí donde quiero hacer una reflexión polémica, pero pertinente: para recuperar el «valor tótem» del libro, ¿debemos restringir su acceso? Parece un contrasentido en un mundo que aboga por la democratización del conocimiento. Sin embargo, hay algo de verdad en la idea de que las personas tienden a desear más lo que no tienen, lo que está fuera de su alcance. El hombre masa, por naturaleza, anhela lo que solo las élites poseen o lo que le está prohibido. Pero cuando finalmente obtiene aquello que desea, a menudo lo subestima y lo desprecia.
¿Es entonces necesario crear una nueva forma de valorar el libro? Quizás el camino no sea la restricción, sino una revalorización cultural. Un esfuerzo por parte de la sociedad, las instituciones educativas y los propios lectores para volver a considerar el libro como algo valioso, no solo por su disponibilidad, sino por su contenido y su capacidad de transformar la mente y el espíritu. Volver a dar al libro su «valor tótem» no requiere necesariamente de prohibiciones, sino de una transformación en nuestra manera de percibir la cultura y el conocimiento. El problema, tal vez, no sea la abundancia de libros, sino la actitud hacia ellos. En una época donde la información disponible es inabarcable, debemos ser nosotros quienes decidamos qué valor dar al conocimiento, qué importancia le otorgamos al acto de leer, de pensar y de reflexionar.
La Lectura como Acto de Resistencia en la Era de la Distracción
En la era de la inmediatez, la lectura se enfrenta a un enemigo poderoso: la distracción constante. Antes, leer un libro requería concentración y tiempo, un espacio apartado de la vida cotidiana para sumergirse en otro mundo, en otra mente. Hoy, competir con las notificaciones del móvil, las redes sociales y el flujo incesante de información fragmentada se ha convertido en una lucha difícil de ganar. En este contexto, la lectura, más que un pasatiempo, debe convertirse en un acto de resistencia. Porque leer implica cerrar las puertas al mundo exterior, desconectar de lo inmediato, y eso en sí mismo es un desafío en nuestra cultura de la distracción.
Esto lleva a una segunda cuestión: la profundidad frente a la superficialidad. La tecnología ha facilitado el acceso a la información, pero ha reducido la profundidad de nuestro compromiso con esa información. Nos encontramos consumiendo contenido de forma rápida, saltando de un tema a otro, sin detenernos realmente a profundizar en ninguno. En consecuencia, los libros, que demandan tiempo y reflexión, parecen haber perdido su atractivo para una gran parte de la sociedad actual. Volver a valorar la lectura requiere también una revalorización de la profundidad, de la capacidad de pensar con detenimiento, de sostener la atención en una misma idea durante más de unos segundos.
Además, el concepto de «comunidad lectora» se ha transformado radicalmente. Antes, el intercambio de ideas sobre lo leído se daba en espacios físicos: clubes de lectura, tertulias literarias, reuniones informales entre amigos. Eran espacios de debate, de confrontación de ideas y puntos de vista. Hoy, la participación en grupos de literatura, especialmente en los virtuales, suele ser más pasiva. Las conversaciones se fragmentan, se dispersan, y el debate profundo se ve sustituido por comentarios breves y opiniones rápidas, muchas veces poco elaboradas. Este fenómeno nos lleva a replantear la revitalización de esos espacios de intercambio real, donde la conversación sobre literatura pueda volver a tener el peso y la seriedad que merece.
Otro aspecto que merece consideración es el rol de las instituciones educativas en esta crisis de valor. Las escuelas y universidades han sido tradicionalmente los guardianes del conocimiento y la cultura. Sin embargo, en muchos casos, han cedido ante las exigencias de inmediatez y superficialidad. La lectura profunda de textos literarios, el análisis crítico, ha perdido terreno frente a metodologías más rápidas, adaptadas al ritmo frenético del presente. Revalorar la literatura en el contexto educativo es fundamental para volver a sembrar en las nuevas generaciones ese respeto por la palabra escrita, por el libro como objeto de conocimiento y como herramienta de desarrollo personal y social.
No podemos olvidar, tampoco, el papel que juegan los medios de comunicación y las plataformas digitales en la creación de referentes culturales. Hoy, más que nunca, son los grandes actores del mercado quienes determinan qué se lee, qué se considera valioso y qué no. El marketing literario se ha convertido en una herramienta para definir gustos, tendencias y lecturas. En este contexto, es importante fomentar una crítica literaria independiente, diversa y accesible, que permita a los lectores encontrar voces diferentes, libros que no siempre están en las listas de más vendidos o en los escaparates más visibles.
Finalmente, debemos considerar el futuro del libro como objeto físico. En un mundo cada vez más digitalizado, donde el papel parece estar destinado a desaparecer, surge una paradoja interesante: el libro físico, que alguna vez fue la norma, podría convertirse en un símbolo de resistencia contra la fugacidad digital. Su materialidad, su peso, su textura, nos recuerdan que hay cosas que no pueden ser reducidas a datos binarios. Quizás el camino hacia la revalorización del libro pasa también por redescubrirlo como un objeto tangible, un compañero silencioso pero presente, que nos invita a una pausa en medio del caos.
Así, ante el panorama actual, el reto consiste en encontrar nuevas formas de revalorizar el libro para devolverle el «valor tótem». Si antes el libro era un bien escaso y preciado, ahora debe convertirse en un bien compartido y apreciado, pero con un nuevo sentido de conciencia y responsabilidad. La tarea es devolverle su espacio en el imaginario colectivo, redescubrir su capacidad de transformar, de conectar, de iluminar. Porque, al final, la literatura es el reflejo de nuestra cultura, o incultura.
©Gallego Rey