Después del Abismo

Desde niño me enseñaron que debía ser un ejemplo, infalible, el faro que guiara las vidas de otros. Me ungieron con promesas y miradas cargadas de esperanza, y yo acepté ese rol sin saber que estaba caminando hacia mi propia condena. Cada palabra de elogio, cada gesto de admiración se acumulaba en mi espalda como una carga de la que no tenía permiso para librarme. Me moldearon a su imagen de perfección, y el error no estaba contemplado en ese lienzo que pintaban sobre mi vida.

Fue cuando me enfrenté por primera vez a la realidad que comprendí que estaba destinado a fracasar, no porque no fuera capaz, sino porque la perfección que me exigían era una quimera, una trampa. Decidir por mí mismo cómo debía vivir era un pecado mortal, y fue entonces cuando sentí la caída.

El fracaso no fue dulce ni liberador al principio; fue una cuchillada fría que dejó una herida que no dejaba de sangrar. Las miradas que antes me obsequiaban con admiración se tornaron acusatorias: me habían elegido, sí, pero no para que decidiera, sino para que cumpliera sus sueños, y mis fallos les recordaban sus propias miserias.

Hay algo oscuro en aquellos que confían su futuro a otros. Es como si el fracaso ajeno les doliera más que el propio, como si hubiesen apostado su alma en la ruleta de una vida que no les pertenece. El rencor que crece en ellos es como una planta venenosa, alimentada por su insignificancia. Y cuando el elegido tropieza, el veneno brota, cubriéndolo todo, y el hechizo se rompe, haciendo que el redentor se convierta en villano. En ese punto, no importa cuántos éxitos hayas acumulado; lo que prevalece es la caída, el error. Luego te lanzan a los infiernos sin piedad, como si al arrojarte a ese abismo pudieran limpiar sus propias vidas de todo lo que no pueden aceptar.

Pero había algo que ellos no entendían. Ellos solo veían el fracaso, el fin de una promesa; no comprendían que en esa caída había una especie de redención, una verdad que antes me estaba vedada. Con el fracaso llegó mi salvación: ya no tenía que colmar las expectativas de nadie, ya no estaba obligado a ser lo que los otros querían que fuese. Las cadenas que me ataban a sus deseos y sueños se disolvieron en el aire. Y no me convertí en un monstruo, aunque bien podría haberlo hecho. En el reverso del fracaso, donde todos veían la descomposición de lo que alguna vez imaginaron que tendría que ser, yo encontré algo que nunca había experimentado: libertad. No esa libertad superficial que se promete a los que cumplen con las reglas, sino una libertad oscura, profunda, la que surge cuando te das cuenta de que ya no debes nada a nadie, ni siquiera a ti mismo.

La soledad, que al principio se mostraba cruel, terminó convirtiéndose en mi aliada. En medio del abismo, descubrí que no había mayor liberación que dejar de cargar con el peso de salvar vidas ajenas

Ahora, mis ruinas me pertenecen. Y en este mundo desolado, soy libre.

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