Entre cintas de tinta y páginas tachadas, nacía el oficio.
Respeto a las personas que, antes de hacer, se forman para hacer; que, antes de crear, estudian las diversas formas de creación; que nunca se quedan en lo epidérmico y penetran en lo más recóndito de cada cuestión que abordan. Admiro a quienes respetan lo que hacen, porque ese tipo de personas jamás hacen lo que no saben, ni se miden con aquellos que sí saben.
Por si quieres leer y escuchar a la vez: Cuando escribir era empezar de nuevo.
Hasta hace treinta años, escribir —entendido como un oficio— no era algo que uno hiciera a la ligera. No porque no se tuvieran ganas, sino porque concurrían una serie de factores que alejaban el impulso de la ejecución. Por ejemplo, no todo el mundo tenía una máquina de escribir, ni siquiera papel suficiente como para permitirse el lujo de escribir y tachar sin medida. Y quien tenía una, sabía lo que costaba una cinta nueva, lo que implicaba malgastar hojas, lo que significaba rehacer un texto. No había «guardar como», no había «CTRL-Z». Se escribía casi todo a mano y, luego —si se podía— se pasaba a limpio. Pero era un proceso lento y caro. Por eso escribir era un oficio que exigía actitud, y no bastaba con querer: había que comprometerse.
Hoy, sin embargo, la accesibilidad lo ha transformado todo. Cualquiera puede abrir un documento de Word, escribir unas líneas, cerrarlo y decirse a sí mismo: «soy escritor». Pero la diferencia no está en cómo se escribe ahora. La diferencia está en cuánto cuesta escribir ahora. Y cuando digo «cuesta», no me refiero al dinero tanto como al esfuerzo, al aprendizaje, al tiempo invertido, al respeto por el lenguaje y por quienes han llegado antes a desarrollar el oficio. Esos que escribían a mano, que estudiaban estructuras narrativas, que leían sin descanso y no se atrevían a mostrar un texto hasta haberlo trabajado de verdad. Porque mostrar algo antes de tiempo, inacabado, sin corregir y por impulso de gloria, era un acto de atrevimiento que rozaba el insulto.
Antes, si uno escribía cuatro versos en casa o unas cuartillas con un relato, no se llamaba escritor. No se validaba a sí mismo en función de la tabla rasa creativa actual, que mide a todos con el mismo rasero. Se sabía que había un camino por recorrer, que era largo y exigente. Pero se asumía. No se trataba de encontrar reconocimiento inmediato. Se trataba de respeto. Y ese respeto no era solo hacia los demás, sino también hacia uno mismo y hacia el oficio.
Y lo mismo ocurría en otras disciplinas. La fotografía, por ejemplo, no era una ráfaga de disparos automáticos creyendo que, entre cientos, alguna buena saldría. Al contrario, era pensar cada imagen, pagar cada carrete, revelar con incertidumbre, equivocarse sabiendo que el error costaba. Las cámaras eran caras, los laboratorios también. Por eso la fotografía era otra cosa. Y lo mismo aplicaba al diseño, cuando todavía no existían Photoshop ni Illustrator y había que trazar a mano, aprender proporciones, estudiar composición como quien estudia anatomía.
Pero todo eso no era una traba, sino la manera de distinguir entre el capricho y la vocación, una especie de criba. Hoy, sin embargo, esa criba ha desaparecido, porque la tecnología ha eliminado casi todos los obstáculos. La prueba y error es gratuita, el ensayo no tiene consecuencias y la corrección o es instantánea o se considera innecesaria. Y esto ha hecho que muchas personas se lancen a crear sin haber pasado por ninguna forma de aprendizaje, convencidas de que basta con desear para ser.
No quiero sonar nostálgico ni elitista. No defiendo ningún pasado ni rechazo el presente. Lo que me preocupa es que, en este presente, se haya perdido el valor del proceso. Que se escriba sin leer, que se publique sin corregir, que se opine sin conocer. Que todo valga igual. Que cualquiera se empareje con quienes llevan años trabajando, estudiando, puliendo su técnica, con la misma ligereza con la que uno sube una foto o escribe un tuit.
Por eso insisto: no se trata de volver atrás, sino de recuperar ese algo que hacía que escribir —como fotografiar, como ilustrar— no fuera solo un antojo de validación social, sino una forma de intimidad. Y que quien lo intentaba, lo hacía sabiendo que costaba algo. Aunque fuera una noche en vela. Aunque fuera una página en la basura —realmente eran cientos, cuando no miles—. Aunque fuera el orgullo zaherido, de tanto empezar de nuevo.
Este artículo está protegido bajo una licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional (CC BY-NC-ND 4.0).
Gallego Rey