La democracia es un sistema político, no un criterio artístico. Sin embargo, hemos adoptado con demasiada alegría el término democratización para hablar de literatura como si eso, en sí mismo, fuese un logro. Yo mismo he usado el término, lo reconozco. Pero con el tiempo uno comprende que, cuando se abren las puertas sin control, no solo entra aire fresco: también se cuela el humo, el ruido y la podredumbre.
«Lo que se proclama como democratización de la cultura suele resultar ser una banalización de la cultura.»
— Theodor W. Adorno
El problema de fondo no es que cualquiera pueda publicar —bienvenidos sean aquellos que tienen algo interesante que narrar—, sino que se ha impuesto la idea de que todo lo que se publica parte con el mismo valor; que cualquier texto, por el mero hecho de estar publicado, debe ser leído, comentado y respetado. Esa trampa amable, aparentemente inclusiva, ha erosionado el valor de la literatura: su rigor, su técnica y su capacidad de decir algo con forma e intención literaria. En esta ilusión de «todos tenemos derecho», se constriñe la posibilidad de encontrar a los que de verdad aportan valor literario.
La calidad de un texto no es democrática. Nunca lo ha sido. Es, en el mejor de los casos, meritocrática. Y en el peor, azarosa. Porque incluso cuando uno ha trabajado su obra con conocimiento y esfuerzo en los detalles que hacen que sea literatura, no hay garantía de que alcance el éxito.
«La literatura está más cerca de la conciencia que de la impresión, más cerca del trabajo que de la inspiración.»
— Boris Pasternak
El discurso de lo democrático en literatura, en realidad, funciona como coartada para justificar un capricho. Si todo vale lo mismo, entonces nada vale. Si cualquier texto puede ser literatura, la literatura deja de ser literatura para convertirse en ruido impreso. Y así nos encontramos con rankings repletos de libros que son poco más que entradas de blog disfrazadas de novela, ocurrencias varias que se presentan como poesía, autores que creen que escribir es sinónimo de contarnos su vida y hacer de ella el centro de toda existencia, y lectores que han sido instruidos para consumir textos, no para interpretar literatura.
Lo más perverso del asunto es que esta supuesta democratización está auspiciada por plataformas de internet que funcionan mediante algoritmos, y los algoritmos, como todo sistema de control de contenidos, tienen sesgos. Es cierto que hoy en día cualquiera puede publicar, pero no es verdad que a eso se le pueda llamar democracia, y mucho menos que sea lo deseable. La democracia no consiste en saber jugar al juego de las plataformas: repetir fórmulas de éxito, bajar el nivel para gustar a más o adaptarse a lo que ya ha funcionado antes. Eso es meritocracia invertida, donde no triunfa el que más calidad ofrece, sino el que se parece más al molde. Las plataformas que nos aportan dizque libertad son, en realidad, una simulación de democracia construida a golpe de artificialidad.
«El deterioro del lenguaje tiene causas políticas y consecuencias políticas.»
— George Orwell
Y así, bajo esta lógica, la exigencia de escribir literatura se ha vuelto sospechosa, indeseable, diría. El buen hacer se interpreta como elitismo, y el juicio crítico como arrogancia. Hemos llegado al punto en que señalar la banalidad de un texto se considera un acto de violencia simbólica. La cultura del halago ha suplantado a la crítica, y así perdemos algo esencial: el derecho a discriminar entre literatura y el capricho de quienes hacen uso de un supuesto derecho a ser considerados literatos por publicar toda suerte de mierda variada. Porque sí, hay textos publicados —cada día más— que merecen, más que silencio, un severo reproche. Y sí, hay gente escribidora que no debería ocupar espacio en las estanterías, ni físicas ni digitales. Porque no todo es literatura, aunque esté impreso y tenga una portada.
La creación literaria debería aspirar a lo contrario de lo que hoy se promueve. A ser selectiva. A premiar la complejidad, la belleza formal, el reflejo de la mirada inteligente de quien escribe. A levantar un muro de exigencia donde no pase cualquiera. A sostener —y reivindicar— una cierta tiranía de los mejores. No se trata de excluir por capricho, sino de preservar la dignidad de un arte que no debería rebajarse para llegar a todo el mundo. Porque lo que resiste el tiempo no es lo que se jalea hoy, sino lo que exige de sí mismo y perdura más allá del momento.
La democracia, para finalizar, no tiene cabida en la literatura, porque la literatura no consiste en abrirle la puerta a todos, sino en cerrársela a los que no tienen nada que aportar. Al menos en los espacios donde se espera que impere. Y quien quiera escribir, que escriba. Nadie se lo impide. Pero que no pretenda recibir el mismo reconocimiento quien garabatea por impulso, moda, capricho o ganas de figurar, creyendo que lo hace magistralmente, que quien ha hecho del lenguaje una forma de arte y de exploración de lo humano.
© Gallego Rey
En sus escritos sobre literatura, Hesse se queja del hecho que el escritor tiene que compartir su material de trabajo (el lenguaje) a diferencia del músico o el pintor que tienen el suyo autónomo. Uno de los factores que ha contribuido a esa democratización de la literatura que usted señala es la concepción errónea sobre que la cultura es un derecho en cuanto a su producción, por lo que bastaría la mera intención creativa y el malentendido «derecho democrático», para legitimarse como escritor.
Gracias por el comentario. Es cierto que no suelo entrar a responder. Pero en tu caso sería una grosería no hacerlo. Así que, al menos te muestro mi gratitud por leer mis artículos y dotarlos de conocimiento.