El vacío de la oscuridad
Cuestionó si aquello era su castigo, si estaba pagando por su insensibilidad hacia las cosas simples de la vida y hacia las relaciones personales…
Extendió los brazos hacia los costados, tanteando las paredes del reducido espacio. Eran de madera, seguro. Trató de empujar en todas direcciones con todas sus fuerzas, buscando un cierre, una puerta, que, de haberla, no cedió ni un milímetro. Gritó, con la esperanza de que alguien pudiera escucharle, pero el silencio devoró su desesperación. La constatación de la realidad de su situación lo invadió de pánico. Estaba enterrado vivo. Había leído historias, visto películas donde los personajes sufrían de catalepsia y terminaban… Pero esto no era ficción. Golpeó con los puños lo que ya sabía que era la tapa de su ataúd, una y otra vez, hasta que sus nudillos comenzaron a sangrar. El dolor físico era un remedo de sufrimiento comparado con el terror que sentía. Su mente comenzó a errar, presa de la desesperación. Pensó en la vida que había llevado, en las decisiones que había tomado. ¿Había sido una buena persona? ¿Había amado lo suficiente? En medio de ese abismo de remordimiento febril, se dio cuenta de cuánto había dado por sentado: la libertad, la luz del sol, el simple hecho de respirar sin restricciones. Cosas que siempre había considerado garantizadas y que ahora…
Sus pensamientos se volvieron más oscuros. Recordó las peleas con su exnovia, la distancia creciente con sus padres, las veces que había puesto el trabajo por encima de sus relaciones personales. Cuestionó si aquello era su castigo, si estaba pagando por su insensibilidad hacia las cosas simples de la vida y hacia las relaciones personales. El remordimiento se mezclaba con el pánico, creando una tormenta de emociones que amenazaba con ahogarlo más que la notoria dificultad para respirar.
Decidió hacer un último intento desesperado por sobrevivir. Con renovada determinación, comenzó a golpear la tapa del ataúd con todas sus fuerzas, esta vez con las palmas abiertas. El dolor era insoportable, pero lo ignoró. Tenía que intentarlo. Los golpes resonaban en sus oídos como tambores, pero el silencio del exterior era ensordecedor. Después de lo que le pareció una eternidad, sus fuerzas comenzaron a flaquear. El oxígeno se agotaba, y cada respiración era más apremiante que la anterior. La esperanza empezó a desvanecerse, reemplazada por una fría resignación.
No pudo evitar una risa amarga que resonó en la oscuridad…
En sus últimos momentos de conciencia, pensó en la ironía de su situación. Había pasado gran parte de su vida sintiéndose atrapado por las responsabilidades y las expectativas, y ahora estaba literalmente atrapado, enterrado vivo. No pudo evitar una risa amarga que resonó en la oscuridad. Se preguntó si alguien alguna vez sabría de su agonía.
Respirar se volvió imposible, y su visión, aunque no podía ver nada, comenzó a oscurecerse aún más. Sus pensamientos se volvieron más lentos, más difusos. En el último momento, una paz inesperada lo invadió. De alguna manera, aceptar lo inevitable le brindó un extraño consuelo. Cerró los ojos. Su última voluntad fue un deseo de perdón, de paz para quienes dejaba atrás. Y entonces, todo se desvaneció definitivamente.
En la superficie, el mundo seguía girando. La ciudad bulliciosa no se detuvo. La gente siguió con sus vidas, ajena a la tragedia que se desarrollaba en la tumba de Carlos, que permanecería sellada, guardando el secreto de su destino. Si tal vez hubiera prestado atención a lo importante de las cosas simples de la vida, hubiera sabido accionar el botón de socorro, que todo ataúd moderno incorpora para prevenir casos como el suyo.
© Gallego Rey
Escalofriante, un final que nadie querría tener.